12 octubre 2005

todas las mujeres


creo cabalmente que todas en el fondo tenemos una puta dentro de sí. ¿nos han visto en la calle? cómo cabalgamos, cómo movemos nuestras armaduras, cómo formamos ladrillos sin tropezarnos inútilmente. los objetos no chocan con nosotras, se echan a un lado para dejarnos el sendero amarillo. no pasamos inadvertidas para las puertas, saben que no concurren onanismos más geniales que los de las astillas cuando una mujer se desliza a través de ella. mientras nos alargamos, en ese instante moribundo, el olor que nos tropieza entre los muslos inunda en dirección hacia la pescadería. Y se complejiza la tarde en el mercado.

allí no basta con mirar el marido ajeno, para que andemos destejadas como gatas al acecho. inmediatamente detectamos que, las otras, le arañan la mano a éste para que el pobre no esconda su propia soga matrimonial (esos diabólicos aritos muy simpáticos e inofensivos), le martillan la nuca al amante o se aferran a las encinas del amigo, y se miran, mientras realizan un inventario del mes.

a mí eso no ha de preocuparme mucho. yo sólo voy a la pescadería a reconocer mis propios olores, para distinguirme de ellos en la calle, para aprender a tropezar con cuánto muelle que espere a una sirena, para permitir que las puertas reconozcan que malgastan demasiados espermatozoides con sus propias lujurias arbóreas, para retar a la muerte en las rayuelas con esos aritos circunspectos, y para permitirle a la puta, que descanse, aunque sea de vez en vez.